Antún Ramos Cuesta es uno de los 119 religiosos que desde la capital de Chocó, una región signada por la violencia armada, ha optado por la defensa de la vida de un pueblo diezmado. El sacerdote es uno de los sobrevivientes de la masacre de Bojayá, uno de los peores crímenes de guerra de la historia reciente de Colombia. La justicia, el perdón y la memoria, en una de las regiones más amenazadas desde la “conquista de América”.
AUTORA: Patricia Nieto FOTOS:Natalia Botero ,Patricia Nieto

Tapizado de selva y coronado de vapor de agua, el valle del río Atrato es el hogar de miles de seres leñosos, erguidos y frondosos. Cedros, castaños, laureles, caimitos, jobos, caracolíes, palmas y árboles del pan elevan sus troncos hasta romper la bóveda verde, cargarse de luz y convertirse en el motor de la vida de uno de los lugares más ricos y frágiles del planeta. A sus pies, respira Antún Ramos Cuesta, un negro fino de un metro con 87 centímetros de estatura y 90 kilos de peso, quien alza sus brazos para proteger a los negros e indígenas, habitantes ancestrales de un mundo pletórico de oro, uranio, gas, carbón, platino, cobre, petróleo, sulfatos, manganeso, agua, ríos y bosques.

Cuando Antún navega por el Atrato, un río de 750 kilómetros de longitud que desemboca en el Mar Caribe, es como si viajara una buena nueva. Al verlo, los campesinos apostados en los muelles rústicos de sus pueblos de madera, sonríen, levantan la mano y pronuncian su nombre como si fuera una oración. Decir Antún es atraer la serenidad, encender los buenos deseos y revivir la gratitud.

Él es uno de los 119 religiosos que desde la Diócesis de Quibdó, capital de Chocó, uno de los departamentos con mayor población negra de Colombia, ha optado por la defensa de la vida de un pueblo diezmado silenciosamente, y por la protección de los pobres, en una región amenazada desde la Conquista de América. Los curas de allí repiten la frase que el padre Albeiro Parra, líder de la Pastoral Social en la región, pronunció alguna vez al suspender un oficio para atender una tragedia: en el Atrato a Dios le toca esperar. Y allí, donde Dios espera, Antún es el símbolo del sufrimiento, de la resistencia y de la capacidad de volver a sonreír después de padecer el horror.

El 9 de mayo del 2002, Antún remontó el río sin conciencia de los paisajes. Viajó en el fondo de la champa, extraviado en imágenes espantosas. Esa vez sus amigos de los muelles no se extendían en saludos, solo miraban con ojos inundados al sacerdote sobreviviente de la masacre de Bojayá, uno de las peores crímenes de guerra de la historia reciente de Colombia. Antún salió de Bellavista, cabecera de Bojayá, para recorrer, en contra de la corriente, 188 kilómetros de agua en busca de seguridad y reposo en Quibdó. En su cuerpo de hombre de 27 años se aprisionaba el sufrimiento contenido de nueve días de pánico que, según relata él mismo, llegaron a ser insoportables: “Cuando vi que no podía más, que ya casi me desmayaba del hambre y del cansancio, porque por la noche pasaban helicópteros disparando, yo me metía debajo de una mesa para protegerme de las balas. Era tan dramática la situación que yo vi a una señora, en medio del pánico por los combates, correr por las calles cubriéndose con un periódico” (Ramos, 2011, agosto 23).

La última semana de abril de 2002, dice la Diócesis de Quibdó en su página web, “Comenzaron a llegar a las goteras de los pueblitos de Vigía del Fuerte y Bojayá unos doscientos hombres en once embarcaciones de alto cilindraje”. Eran paramilitares del bloque Elmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia, que desde el 20 del mismo mes hostigaban a la guerrilla y a la población civil del Atrato Medio. Arribaron con la consigna de recuperar la zona retomada por el bloque José María Córdoba de las FARC, como lo habían hecho decenas de veces desde 1996, cuando comenzó la guerra por ese cordón selvático que une a Colombia con Panamá y con los dos océanos; y que AntúnRamos describe de manera simple y exacta: “Es una zona muy estratégica: meter armas y sacar droga es muy buen negocio y por aquí se está cerca de Panamá; y estando cerca de Panamá se está cerca de medio mundo” (Ramos, 2011, agosto 23).

Ante la inminencia de los combates, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría General de la Nación, entre otras instituciones, emitieron siete alertas y solicitaron la intervención del Estado (Sánchez, 2010, p. 13). Estas instituciones respondieron al angustioso llamado de la Diócesis de Quibdó que escuchó las palabras mencionadas entonces por Antún, quien resume ahora: “Dos días antes de la masacre yo vine a dar un parte a Quibdó. Yo le informé al obispo lo que estaba pasando: que estaban los paramilitares, cuántos eran, en dónde estaban; que estaban los guerrilleros, cuántos eran, dónde estaban. Yo me regresé y mis superiores hicieron lo que les correspondía: pedir ayuda al Estado” (Ramos, 2011, agosto 23). Pero el Estado llegó solo con su Ejército cuatro días después de la tragedia, cuando nada más quedaban ruinas y cadáveres.

El 30 de abril, cuando ya decenas de familias de las zonas rurales habían llegado al pueblo, anticipándose a los efectos de los combates que se avecinaban, la guerrilla se ubicó en el Norte, en el Sur y en el Oriente; y taponó las salidas de Bojayá por Natití y Puerto Conto solo minutos después de que doscientas personas, con ayuda de Antún, lograron escapar del que ya era un cerco militar. A la mañana siguiente comenzaron los combates cuando la guerrilla asesinó a un comandante paramilitar que atravesaba el río.

El muerto, conocido como Camilo, dispuso una embarcación con veinte paramilitares para cruzar desde Bojayá hacia Vigía del Fuerte donde estaban atrincherados los hombres de las FARC. La guerrilla, al ver la aproximación, atacó e hirió a Camilo, al motorista y a dos paramilitares más. A las seis y media de la mañana, ya Camilo yacía en la morgue y los combates arreciaban (Memoria Histórica, 2010, p. 53).

El mismo Camilo, capitán retirado del ejército, había reunido a la gente de Bojayá para informarle de los propósitos de la presencia paramilitar en la región. Ante él, una líder de la comunidad leyó la Declaración por la Vida y la Paz escrita en 1999 e informada también a las FARC el 22 de noviembre del 2001. “En esa declaración sostenían que como población civil deseaban estar por fuera del conflicto armado, se comprometían a mantener su autonomía como pueblo, y por lo tanto les solicitaban a los paramilitares que se retiraran del casco urbano” (Memoria Histórica, 2010, p. 48). Ante lo cual, Camilo respondió que su tarea era limpiar el Atrato.

Después de las palabras del comandante paramilitar, y en vísperas de celebrar su nombramiento como párroco, Antún se preparó según se lo dictaba su experiencia de dos años en Bojayá. Visitar casa por casa para transmitir fortaleza, permanecer con las botas calzadas por si era llamado para interceder por la vida de alguien, tener a mano una linterna y protegerse en un lugar seguro a la espera del combate. Antún recuerda que “antes tampoco había policía, entonces cuando mataban a alguien, me tocaba ir a recogerlo. Yo iba con las Agustinas o las Lauritas o los Verbitas, monjitas y curas que se pasan la vida metidos en estas selvas. Una vez, cuando iba a empezar una misa me llamaron: “Padre: se llevaron a Pedro”. Entonces recordé al padre Albeiro y le dije a la gente: “inventen qué rezar porque el cura se va, aquí a Dios le toca esperar”.



El fuego comenzó el 1.º de mayo, pero no cesó ese día, ni esa noche. El 2 de mayo, cuando las FARC ya dominaban dos barrios y tenían acorralados a los paramilitares en la iglesia; en la casa cural, en el centro de salud y en la casa de las Agustinas Misioneras se habían refugiado decenas de familias. Antún recibió a unas trescientas personas en el templo San Pablo Apóstol, de doscientos metros cuadrados, porque pensaban que una edificación de cemento era segura y que los combatientes no atacarían un lugar sagrado. Despejó el centro del salón y tendió las colchonetas del grupo de gimnasia. Si los combates cesaban, cantaba canciones de cuna para que los niños durmieran; si arreciaban, rezaba fuerte y rápido para empatar las voces entrecortadas de los feligreses.

Al amanecer del 2 de mayo, la intensidad de los combates llevó a Antún a concluir que los feligreses no podrían retornar a las casas esa mañana. Entonces juntó alimentos y algunos cocinaron desayunos para todos. En esas estaban cuando una pipeta de las cuatro que lanzó las FARC hacia el grupo de paramilitares protegido detrás de la iglesia, no dio en el blanco. El arma, un tanque cargado de combustible y metralla, instalado dentro de un tubo repleto con dinamita de donde es lanzado al contacto de una mecha encendida, rompió el techo, cayó sobre el altar y explotó justo donde se apiñaban las mujeres embarazadas y los niños.

“Hacia las once de la mañana, el tercer cilindro-bomba que disparó la guerrilla rompió el templo de la iglesia, impactó contra el altar y estalló, detonando su carga de explosivos y de metralla, produciendo una gran devastación: en el suelo y hasta en los muros quedó la evidencia de los cuerpos desmembrados o totalmente deshechos, y la sangre manchó el lugar, mezclándose y perdiéndose entre los escombros (Memoria Histórica, 2010, p. 59).

El estallido, las esquirlas, el gas y el incendio cegaron el sentido de Antún durante unos minutos. Cuando abrió los ojos, su pequeña iglesia estaba convertida en el teatro del horror. Vio un cuerpo decapitado dar tres pasos antes de irse al suelo, fetos expuestos porque los vientres de sus madres se abrieron, bebés estallados contra las paredes, muertos lamentándose, mujeres arrastrando sus piernas destruidas, y sintió el calor de su propia sangre que le brotaba de la frente. “Rogué porque no me fueran a acabar los feligreses. Vi gente despedazada, sin piernas, sin manos… cabezas regadas, sangre, mucha sangre. Inclusive aprecié a ciudadanos corriendo mutilados” (Memoria Histórica, 2010, p. 53), le dijo Antún a la Comisión de Memoria Histórica. Vivo, como se reconoció, pensó que la muerte no lo encontraría quieto sino luchando por sobrevivir.

Entonces, empezó una jornada que se extendió por cinco días y se compuso de cuatro grandes tareas: sacar a los heridos, enterrar a los muertos, hablar por los medios de comunicación para salvar su vida y huir en el fondo de una panga.

Primero, sacar a los 119 heridos de la iglesia pese a que continuaban los combates: cargó atados de mujer y niño hasta la casa de las hermanas, donde había agua, agujas e hilo quirúrgico. Antún recuerda “que las Agustinas, que son enfermeras, con gasas o con toallas higiénicas o con calzones o con trapos, limpiaban, vendaban, curaban, hacían suturas con lo que tenían en la mano” (Ramos, 2011, agosto 23).

También dio órdenes a los vivos que se quedaron paralizados por el terror. De una toalla blanca hizo una bandera y salió gritando que era civil y exigía respeto por la vida mientras que los sobrevivientes lo seguían hasta el pequeño puerto. Sobre los hombros, Antún y quienes tenían heridas menores llevaron a los más gravemente heridos y a las matronas desmayadas por el horror hasta la panga usada para transportar bananos. Durante los talleres que el grupo de Memoria Histórica realizó en la región, un sobreviviente contó: [...] en eso sale el padre Antún, que él estaba dentro de la iglesia; sale así por toda el agua, arriesgando su vida […] y movilizando a la gente para que nos fuéramos en un bote […]; si no fuera por el padre Antún, nos quedamos en Bellavista y la guerrilla acaba con el pueblo entero.Eso ahí todo el mundo no tuvo que ir ni por sacar plata, ni por sacar lajas, sí por sacar comida, todo el mundo se fue apenas con el cuerpo, y con los brazos bogando en un bote grandísimo, porque ni los remos se pudieron cargar (Memoria Histórica, 2010, p. 53).

“Bueno, padre, ¿para dónde vamos?”, le preguntaron los sobrevivientes a Antún. Él dio la orden de tomar rumbo a Riosucio, el municipio que puede considerarse como la capital de la región. Pero minutos después, cuando el viento le acarició un poco el pecho y sintió que el agua le salpicaba la cara cayó en la cuenta de su error.

“Íbamos en una embarcación que con un motor de bastantes caballos puede demorarse diez horas hasta Bojayá. Y de pronto me di cuenta de que íbamos a remo, que íbamos a tardar 25 horas y que llevábamos heridos con los intestinos afuera. Entonces decidí regresar y dirigirme a Vigía del Fuerte que está a pocos minutos, en la otra orilla del río —recuerda Antún y recita la idea que se le vino a la cabeza—: Si el pastor corre equivocadamente, también pone a correr a sus ovejas equivocadamente porque están en estado de indefensión (Ramos, 2011, agosto 23).

Pero en la ruta elegida, se le cruzó la guerrilla. Los combatientes querían que Antún atracara en el puerto principal y no en el más cercano al hospital. Estaban urgidos por requisar a los heridos y rematar a cualquier paramilitar que intentara huir camuflado entre los civiles. El cura discutió con combatientes, insultó a los comandantes y se abrió paso entre los hombres armados. Entonces fue cuando, dice Antún, el jefe guerrillero vio la sangre que le corría por el rostro y le preguntó: “Oiga padre, ¿a usted qué le pasó?”. La respuesta dejó sin aliento al comandante: “No sea malparido. ¿Es que no se ha dado cuenta de la cantidad de gente que mataron allá?”

Segundo, regresar para reconocer a los muertos. Contempló el especial orden con el que Minelia dispuso las partes dispersas de los cuerpos. Dice Antún: “Ella se quedó cuando todos nos fuimos para Vigía a pasar la noche y cuando regresamos, a un cuerpo le había colocado dos manos izquierdas o dos manos derechas o que a un niño le había colocado el pie de un adulto. Nos dimos cuenta cómo había ayudado a tres personas que quedaron heridas en medio de los muertos, en la iglesia. Ella les dio agua toda la noche, les montó una teja para que no se mojaran porque esa noche llovió y les limpió las heridas con aguasal (Ramos, 2011, agosto 23).

Después de contemplar la escena de los cuerpos ordenados, Antún le dijo: “Minelia, te vi bien”, para agradecerle. Y ella le respondió: “Pastor, yo me voy, ahí te dejo tus muertos”. Después, Antún bendijo los cuerpos de sus vecinos antes de enviarlos a la última morada. Y luego, trepado en unos troncos para que todos pudieran verlo y oírlo, trató de explicarles a los sobrevivientes por qué no habría funerales para los 79 muertos, 48 de ellos menores de edad.

Recuerda haberlo hecho con las siguientes palabras: “Acabo de hablar con el médico que está aquí y él me explica que como está haciendo tanto sol y ha llovido y los cuerpos humanos se descomponen con facilidad y no se demora la contaminación y las enfermedades y no hay madera ni forma de hacer cien ataúdes [...], lo mejor es que los empaquemos en bolsas y hagamos una fosa común. Yo vi que la gente se miraba y alguien preguntó: ¿Qué es fosa común? Yo le dije: es empacar a la gente en esas bolsas, abrir un hueco muy grande, echarla ahí y echarle tierra encima (Ramos, 2011, agosto 23).



Además, en la mente de Antún resonaban las palabras de un guerrillero: “Compadre, si no quitan los muertos, los quemamos. Vean qué hacen con esta cuestión; si no, hay que meterles candela”.

Controló su voz ya quebrada cuando se negó, pese a los ruegos, a encabezar nueve días de rezos por los adultos. Sintió rodar sus primeras lágrimas al prohibir las danzas y los cantos para cada niño muerto. Y cuando repitió que en lugar de ataúdes de cedro tendrían bolsas negras y que era necesario cavar una gran fosa para enterrarlos a todos, se echó a llorar en presencia de los demás humillados y ofendidos de Bojayá.

Las lágrimas regresan cuando rememora: “Yo lloraba porque para nosotros los afrodescendientes que a un muerto no se le haga velorio ni novena o a que a los niños no les hagamos los recitales, cantos y juegos del Gualí para celebrar que Dios se lo llevó antes de que sea sometido a sufrimientos, es una tragedia tan grande como la masacre misma. Para la gente es un golpe que su muerto no tenga un espacio. Aún en Bojayá la gente pregunta que si esos muertos si eran sus muertos, y que si los muertos ya descansaron(Ramos, 2011,agosto 23).

Ante el estupor de las personas que lo veían llorar, Antún le dijo al alcalde encargado: “Manuel, ofrezca plata y ron para que los hombres vayan a recoger a los muertos. A todos los que ayuden le vamos a dar un millón de pesos”. Antún recuerda que después de esas palabras, surgidas de su desesperación, diez personas comenzaron la tarea más aterradora de sus vidas.

“Algunos pobladores, entre el 4 y el 6 de mayo, con la ayuda de miembros de las comisiones humanitarias de la Diócesis de Quibdó, volvieron a Bellavista. Allí adelantaron una primera labor de remoción de escombros e identificación de personas desparecidas y de cuerpos, a partir de la cual elaboraron una lista de 86 muertos. Ese lunes 6 de mayo los voluntarios que habían empezado a reunir los cadáveres […] reiniciaron su labor, enterrándolos en bolsas, en una fosa común que abrieron cerca de la desembocadura del río Bojayá en el Atrato, el único lugar que estaba seco (Memoria Histórica, 2010, p. 68).

Tercero, hablar ante la prensa para desmentir al general Mario Montoya, Comandante de la Cuarta Brigada del Ejército, empeñado en poner en boca de curas y monjas que el hecho era un atentado terrorista de las FARC y no resultado de la confrontación entre guerrilleros y paramilitares. Antún apareció en las televisiones del continente con su ropa sucia de barro y ceniza, denunciando el atropello de los grupos armados, el abandono del Estado y cómo el general Montoya, con sus palabras, además de mentir, ponía en riesgo la vida de los religiosos.

Mientras los primeros médicos en llegar hacían la inspección que determinó el entierro urgente y colectivo, Antún garabateó una carta dirigida al obispo Fidel León Cadavid. La primera comunicación con sus superiores, después de ocurrida la masacre, viajó en las manos del periodista español Paco Gómez Nadal y en ella imploró ayuda humanitaria y presencia institucional en el menor tiempo posible: “Escribo esta nota a las 11:40 a.m. del 4 de mayo. Hace poco pasó un helicóptero y disparó alrededor del pueblo. […] En la capilla teníamos a unas trescientas personas distribuidas en grupos y la pipeta lanzada cayó sobre el grueso de la población y mató a más de ochenta personas. A la fecha hemos recogido unos sesenta cadáveres, varios sin poder reconocerlos, pero nos quedan en la capilla veinticinco o treinta […]. Estamos en Vigía SIN COMIDA; SIN ABRIGO; SIN NADA. Gestionen lo más rápido posible ayuda humanitaria. A los muertos no los hemos podido enterrar porque no hay condiciones y ya están descomponiéndose. […] Aún hay combates, pero por fuera de la población. […] En el Dios que nos bendice y nos acompaña (Ramos, 2002, pp. 53-55).

Cuarto, salir de Bojayá en el fondo de una panga para salvar su vida y en busca de tranquilidad para su mente ya perturbada. Antún no recuerda casi nada de ese viaje por el río. Las imágenes de ese paisaje se le borraron del mismo modo como olvidó las fechas y el número de días que duró el espanto. Solo ve su propia imagen ante los periodistas narrando por primera vez, con alguna coherencia, los hechos de Bojayá; cuando la prensa pudo llegar al sitio de la masacre, solo cinco días después porque el Ejército se encargó de impedirles la movilización,todos deliraban.

Antún dice: “Los periodistas solo me preguntaban por el número de muertos, pero no se preocupaban por mí en primera persona. No se interesaban ni por mi familia de sangre ni por mi familia diocesana que estaba en peligro por las palabras del general Mario Montoya. Toda la iglesia podía ser declarada objetivo militar, pero los periodistas en medio del horror no se daban cuenta. Me tocaba a mí, en ese estado de vulnerabilidad total, salir a desmentir a un General del Ejército de Colombia (Ramos, 2011, agosto 23).

Antún sólo pudo concentrarse en su propio duelo, después de hablar 45 minutos, desde Quibdó para todo el país, por la cadena radial RCN, y de conceder una larga entrevista al periódico El Colombiano, para aclarar que el general Montoya mintió cuando afirmó: “Ya escucharon al padre Antún, dijo que aquí no hubo combate; dijo que aquí hubo un ataque de las FARC contra la población civil” (Ramos, 2011, agosto 23).

Al obispo de Quibdó le contó que lloraba todas las noches, veía sangre, pedazos de cuerpos alrededor de la cama aun cuando estaba despierto. Le dijo que veía niños llorando, pidiéndole auxilio. También, se enteró el superior, de que Antún había perdido quince kilos en pocas semanas y que aseguraba que alguien entraba a su cuarto “para neutralizarle la voz”. A fin de ayudarlo, la diócesis lo envió a reposar a tierra fría, lejos de Quibdó. De esa experiencia habla con humor:



“A La Ceja me mandaron a una casa de reposo de sacerdotes, donde estábamos acompañados por gente profesional. Cuando yo llegué, me encontré con dos sacerdotes y nos burlamos de las locuras de nosotros: el uno era un violinista que tocaba un violín imaginario y decía las notas con la boca; el otro se creía Bruce Lee y se levantaba y les daba golpes a las paredes: “¡Respétame! ¡Yo soy exprotagonista!”; el tercero era yo que salía corriendo a cada rato y gritaba por las pipetas y esas cosas (Ramos, 2011, agosto 23).

Justo cuando los psiquiatras comenzaron a reducirle los medicamentos, Antún fue acogido por la parroquia de La Visitación de Medellín a donde asisten feligreses de estratos socioeconómicos altos. Allí, ante familias que siguen el Camino Catecumenal, una línea ultraconservadora del catolicismo, Antún habló sin parar durante tres horas. Él recuerda que ese fue el principio de su catarsis, que esas familias con abuelos y niños lo escucharon en silencio y, en las semanas que siguieron, lo alentaron con abrazos y oraciones. “Después de La Visitación he contado mi historia en muchos lugares. Al principio lloraba siempre. Pero luego, cuando aprendí que mi testimonio puede ayudar a que las personas se comprometan más, asumí que la vida para mí continuaba” (Ramos, 2011, agosto 23).

Diez años después, Antún dice que Bojayá le enseñó a ser feliz. Esparce agua bendita sobre los feligreses de su parroquia Divino Niño y dice que le gusta ver la expresión infantil con la que reciben las gotas a punto de terminar la eucaristía. Regresa al altar haciendo agitar su alba de estampados africanos, levanta su mano para bendecir a los feligreses, y agacha la cabeza para agradecer a Dios por los 32 mil litros de agua que almacena en un gran tanque debajo de sus pies.

Antes que reforzar los muros, rediseñar el salón en forma de medialuna, cubrir con cerámica el piso de tierra, pintar el cielo raso como una manta africana, echar a andar diez ventiladores, pintar y abollonar veinte bancas e instalar quince lámparas ojo de buey para convertir a su templo en el más acogedor de Quibdó, Antún hizo construir un taque para almacenar aguas de lluvias que son, en el lugar más lluvioso del planeta, un bien codiciado pues no existen acueductos. Guillermo Abuhatab, presidente de la Junta de Acción Comunal, corre la tapa y deja ver su figura reflejada en el agua. También sonríe porque el tanque es quizá el símbolo del trabajo en equipo que Antún predicó desde que llegó hace cinco años.

Con el trabajo voluntario y constante de cuarenta vecinos que forman el consejo parroquial, Antún logró transformar el entorno urbano de la iglesia con una inversión de 150 millones de pesos que recogió billete a billete (no le gustan las monedas), e instalar la idea de responsabilidad social en un barrio de padres trabajadores y niños estudiantes. Con la seguridad de que la gente cuida el templo que es de todos y hace buen uso del agua que también es de todos, Antún deja las puertas abiertas, enciende su motocicleta de 250 centímetros cúbicos, acelera y recorre las calles empolvadas de Quibdó.

Al vuelo llega al barrio 2 de Mayo donde algunos sobrevivientes de Bojayá se hunden en la pobreza. Para Santos Mena, de sesenta años y sin piernas, abrazar a Antún es reafirmar que aún hay seres hechos de amor. Todavía recuerda cómo Antún, al verlo mutilado después de múltiples cirugías, se tiró a llorar sobre sus hombros como si le doliera no haberlo salvado del todo. Beatriz Caicedo, que no se siente ni de Bojayá ni de Quibdó, lo aparta para contarle un dolor que la tiene sumida en el llanto. Y al despedirse, YeyaCaicedo, empresaria del mototransportismo, le recuerda volver con una botella de biche para emborrachar a Santos.

Ya en el centro de Quibdó, Antún escucha los dramas de sus alumnos del Servicio Nacional de Aprendizaje, SENA, donde es capellán; gestiona recursos para Bonanza, que contrario al significado de su nombre, es uno de los barrios más pobres de Quibdó; se ocupa de las remesas de alimentos para las comunidades sitiadas del Atrato; conversa con comerciantes y políticos que pueden aportar al bienestar de los más pobres; revisa las provisiones de bienestarina, el complemento alimenticio que el Estado envía a las zonas más pobres; se entera de lo que se mueve en la ciudad y en la selva con el propósito de proteger a los civiles; e indaga por el curso de las investigaciones penales por la masacre de Bojayá, pues está convencido, como lo dijo en la entrevista que sirve de columna vertebral a este relato, que la justicia punitiva es condición necesaria para la paz.

“Nosotros somos de una memoria muy frágil y aquí nos olvidamos de que mucha gente que está libre no debería estarlo. Por la masacre de Bojayá hay condenados de la escala baja del eslabón. De los duros, de los que articularon, organizaron o consintieron esas tragedia no hay nadie preso. La mayoría de los paramilitares que participaron están libres. Yo como sacerdote creo en el perdón cristianamente, pero se me hace difícil entender que a alguien que comete un crimen de lesa humanidad, de guerra, un genocidio, un etnocidio, lo veas en la calle. Y lo punitivo, ¿dónde quedó? Sin ese componente, uno como víctima no ve clara la reconciliación (Ramos, 2011, agosto 23).

Solo el sábado descansa. Dedica 25 minutos para el corte de pelo; media hora para el arreglo de uñas de manos y pies; una hora para saludar a su padre; dos horas para charlar con sus amigas de Las Américas, en donde se levanta la parroquia del Divino Niño; y un rato para orar en la buhardilla que le sirve de habitación antes de dormir. “¿Por qué no fui yo uno de los muertos?”, se dice casi siempre antes de cerrar los ojos. La pregunta lo perturba desde que logró salir de la psicosis y la depresión que siguieron a los días del terror y que logró paliar con ayuda de psiquiatras en Colombia y de amigos y maestros en Europa. Yo sobreviví para ser feliz, ha logrado responder. Y para Antún, la felicidad no es otra que cuidarse en cuerpo y alma como hijo de Dios; y trabajar sin pausa para que los demás hombres y mujeres del Atrato sean respetados y dignificados. Por su entrega le llegan bellas recompensas como el abrazo de Santos, el olor que desprende en las noches el Galán de la Noche sembrado en su huerta, y la constatación de que sus padres, César y Carmelina, no se equivocaron cuando lo bautizaron Antún, que significa árbol alto y fuerte.

1. El informe del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación titulado “Bojayá. La guerra sin límites” dice: “La población civil en estado de indefensión, quedó como escudo ante la total indiferencia de los señores de la guerra que atacaban blancos civiles de manera indiscriminada, recurriendo repetidamente al lanzamiento de armas no convencionales, tales como cilindros bomba con metralla, e impidiendo la atención y auxilio médico a las personas heridas. Todas estas circunstancias hacen que lo sucedido en Bojayá pueda ser catalogado como un crimen de guerra” (2010, p. 14).
2. La masacre ocurrió en Bellavista, zona urbana del municipio de Bojayá. Sin embargo, el evento del conflicto armado del que se ocupa este apartado se denomina Masacre de Bojayá.
3. A los tanques cargados con gas para uso doméstico en Colombia se les llama pipetas y han sido convertidas en armas.
4. El Informe del grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación titulado Bojayá. La guerra sin límites dice que 79 personas murieron en los hechos de la iglesia; que trece más en sucesos anteriores o posteriores al ataque con la pipeta fueron asesinadas en corregimientos cercanos; y que seis de quienes estuvieron expuestos a la explosión murieron de cáncer en los ocho años siguientes (2010, pp. 127-134).