Las elecciones presidenciales de 2014 fueron las primeras en las que las trans pudieron votar según su elección de género, más allá de lo que indicara el Documento Único de Identidad (DUI). El ejercicio de este derecho fue un paso más en la lucha de la comunidad LGBTI salvadoreña, de la que Paty Hernández ha sido protagonista por casi dos décadas. Vida y militancia de una activista transgénero.
AUTORA: Gloria Marisela Morán


Cuando era adolescente y decidió asumir libremente su orientación sexual, la familia la echó de la casa. Después no pudo acceder a un trabajo digno y se prostituyó. El último derecho que no pudo ejercer es el de vivir en su país, El Salvador. Paty Hernández, una mujer transgénero, militante por los derechos de su comunidad, huyó a Estados Unidos en 2014, después de pelear para que las trans pudieran votar vestidas según su expresión de género en las elecciones presidenciales de ese mismo año. Paty es de estatura baja, piel blanca, tiene rasgos faciales femeninos y siempre maquillados. Es robusta y lleva el cabello corto. Usa vestidos que dejan ver las pantorrillas torneadas. Nació en enero de 1973 en Cuscatancingo, un municipio de San Salvador. Los padres la bautizaron con el nombre de Edwin Alberto Hernández. Tiene un hermano mayor.

En El Salvador es reconocida entre la población de Lesbianas, Gay, Bisexuales, Transexuales e Intersexuales (LGBTI) y defensores de los derechos humanos. Cobró notoriedad cuando en 2012, junto a la organización “ASPIDH Arcoíris Trans” inició un proceso de denuncias y diálogo con diferentes actores para lograr que el Tribunal Supremo Electoral (TSE) hiciera un llamado a la población en general y a las Juntas Receptoras de Votos (JRV) para que los trans pudieran votar según su elección de género, más allá de lo que dijera el Documento Único de Identidad (DUI). Y así se hizo.

El llamado del TSE estuvo basado en el artículo 3 de la Constitución de la República, que establece como principio máximo la igualdad ante la ley. El ente colegiado consideró que todas las personas tienen derecho a votar siempre y cuando sus rasgos físicos estén visibles e inequívocos en la fotografía de su DUI y que todos los datos del documento coincidan con los del padrón electoral.



El domingo 9 de marzo de 2014, como quien iba a una excursión, Paty recogía una a una a las transexuales para llevarlas a los centros de votación. Ese día no vestía como mujer: llevaba un pantalón de lona, camiseta blanca, el cabello recortado casi al ras. Ni maquillaje tenía. Dijo que no había tenido tiempo de arreglarse. La primera parada fue en el centro de votación Avenida San Conato, en el municipio de San Marcos, San Salvador, donde Camila Portillo debía votar. Camila, una joven transexual de 20 años, iba con miedo: en la primera vuelta electoral, el 2 de febrero, no la dejaron votar.

Detrás del microbús de Paty iban dos vehículos más que también transportaban a personas de la comunidad LGBTI. La segunda parada fue en San Jacinto, donde votó Lucía, una mujer de la comunidad lesbiana, quien no tuvo mayores problemas.

—A varios les dará algo de vernos votando así, como mujeres, pero eso es lo de menos —dijo Paty. Ella misma manejaba el microbús al que le habían quitado los asientos de la parte atrás para que cupieran más personas.

En Ciudad Delgado, también en San Salvador, votó un hombre trans: Alex.

—Sufrimos las mismas consecuencias que las mujeres trans, se burlan de nosotros, nos dicen cosas.

Cuando el grupo LGBTI entró al centro de votación se escucharon murmullos. Uno de los vigilantes de urnas dijo:

—Se vinieron a votar todos los maricones.

Una de las chicas del grupo habló con el jefe del centro. Le contó lo que acababa de suceder. Demoraron diez minutos en resolver el tema: la persona que profirió la frase se disculpó y trató de justificarse.

La siguiente parada fue en Apopa, siempre en la capital salvadoreña, para que Lorain Martínez, de 23 años, votara. Era la primera vez que lo hacía: en 2012 ya podía votar, pero prefirió no ir para no ser rechazado.

Sandra Rivera, procuradora adjunta de derechos civiles de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) dice que es por Paty, y otras compañeras, que hoy las trans pueden votar. La PDDH fue testigo de honor de la firma entre el TSE y Paty, en representación de ASPIDH, para garantizar el voto transexual.

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En 1973, el mismo año en el que nació, su madre decidió irse de casa y dejarla a ella y a su hermano al cuidado del padre. Paty no volvió a saber de su madre hasta muchos años después. Fue la bisabuela quien ocupó el rol de madre. Paty la llama “mamá Chus”.

—A mí desde chiquitita se me notó que era diferente, desde que caminé notaron que no era niño. Desde que tengo uso de razón a mí siempre me dijeron maricón, me ofendían.

Paty recuerda que ya desde su corta edad no le gustaba vestir como niño. Intentó ser diferente, cambiar por los demás. Fue peor, dice. En varias ocasiones escuchó a “mamá Chus” y a su padre hablar sobre la situación. Ella recuerda una en particular:

—Lo tenés que aceptar, así nació —decía mamá Chus

—Sí mamá, pero tengo miedo que me lo golpeen, que me lo hagan sufrir, a eso le tengo miedo, yo lo acepto pero ¿y los demás? —respondió el padre.

El padre murió en 1982 por una cirrosis provocada por la adicción al alcohol. La niña solo tenía 9 años. No habría más tardes en familia mirando los Picapiedras en el televisor blanco y negro. A Paty se le vino el mundo encima.

Paty cree que si su padre hubiese vivido la historia de su vida habría sido diferente. Meses después de quedar huérfana, una tía decidió llevarla a ella, al hermano y a la bisabuela a vivir con a su casa, en el centro de San Salvador.

En la nueva casa de Paty funcionaba una tienda de insumos agrícolas. La niña hacía las tareas de limpieza, vendía productos, lo que le pidieran. Su tía decidió que ella fuera a una escuela pública y su hermano a una privada. Ese año, Paty fue abusada sexualmente, por primera vez, por un familiar.

—Tenía 9 años, fue un familiar, un día antes de mi primera comunión.

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Dos años después Paty regresó a Cuscatancingo, a la casa de su otra tía. Las cosas no mejoraban: sólo se llevaba bien con la tía. Tras una discusión, frente a todos, en la que aceptó ser “maricón”, decidió irse de la casa. Fue en 1987. El Parque Municipal Simón Bolívar, ubicado en el centro de San Salvador, se convirtió en su nueva estancia.

Paty pasó a ser una preadolescente en situación de calle. Sobrevivía de las dádivas, dormía en el suelo. Tras siete meses viviendo ahí, aceptó la oferta de un hombre que le ofreció casa y comida. La llevó a la casa, donde también funcionaba un restaurante. Abusó de ella.

Cuando se fue de la casa-restaurante Paty tenía 14 años.

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Un informe de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), realizado entre 2012 y 2013, llamado “Informe sobre la situación de los Derechos Humanos de las Mujeres Trans en El Salvador”, recoge los testimonios de 100 mujeres transexuales, grupos focales y entrevistas a 25 funcionarios de 14 instituciones gubernamentales.

Según el informe, único hasta el momento realizado por la PDHH, el 85 por ciento de las mujeres trans ejercen o han ejercido el trabajo sexual para lograr subsistir. En su mayoría, son mujeres jóvenes. Además el 45,2% tiene ingresos inferiores a los 180 dólares al mes, en un país donde el costo de la canasta básica completa para la zona urbana es de 198 dólares y en el área rural es de 143.

También informa que cerca del 40% realizan trabajos informales —sin ningún tipo de beneficios sociales— como cosmetólogas o comerciantes informales en mercados y la calle. Menos de un 5% estaban empleadas en la empresa privada, o eran micro-empresarias, mientras que el 10% estaban desempleadas.

“Las mismas mujeres trans reconocen como una dificultad la expresión de género, pues según su experiencia, casi la totalidad de instituciones públicas y privadas les niegan el derecho al trabajo. También es importante señalar que un 20% de ellas señala que no son titulares de los derechos laborales”, cita el documento oficial. En 2014 el Ministerio de Trabajo y Previsión Social (MTPS) abrió una ventanilla para atender de forma exclusiva a la población LGBTI, el objetivo es que puedan entregar personalmente su hoja de vida y aplicar a diversas oferta de empleo. Además han realizado ferias de empleos para la comunidad.

La PDDH habla de la existencia de varias mujeres trans con educación superior universitaria que no pueden ejercer su profesión debido a la expresión de género. Narraciones de intentos para ingresar a empresas privadas, con buenos resultados en las pruebas de admisión, pero sin obtener el trabajo al final. Los abusos cuando son contratadas son recurrentes: salarios por debajo del salario mínimo, mayor número de horas de trabajo de las que estipula la ley, asignación de tareas difíciles o desagradables, obligación de ocultar su identidad sexual o negarla (travestirse como hombre). Muchas aseguraron en el estudio que prefieren andar vendiendo o prostituyéndose, antes que perder su identidad.

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Paty huyó de la casa-restaurante con una amiga que era transexual y se hacía llamar Paty. Las dos tenían 15 años. Fue en honor a esa amiga que usa ese nombre.

—Ella fue la que me puso mi primer nombre de niña: me nombró como Wendy, porque me dijo llevaba las mismas letras que mi nombre de niño.

La madre de la amiga vivía en Sonsonate, un departamento de la zona occidental de El Salvador. La casa estaba cerca de las calles Leones y Singlei, conocidas “zonas rojas”. Paty se sumó a las chicas que recorrían las calles. Recuerda que no le gustaba y que no tenía opciones. Se prostituyó de los 15 a los 29 años.

La prostitución no está penada en El Salvador, pero agentes del Cuerpo Metropolitano (CAM) siempre las arrestaban. El CAM nunca les tomaba registro a las personas que capturaba por la misma razón que no existía delito. Según Mónica Hernández, de ASPIDH Arcoíris Trans y excompañera de Paty, lo hacían para cobrar una especie de renta. Paty recuerda que pagaba entre 40 y 60 colones (moneda nacional). La opción a no pagar, era practicarle sexo oral a los agentes o tres días de encierro.

De acuerdo a datos del informe de la PDDH, el 100 por ciento de las encuestadas señaló que todas las instituciones de gobierno les han discriminado, violentado u hostigado por su identidad de género. Sin embargo entre las más señaladas están la Policía Nacional Civil (PNC), la Fuerza Armada (FAES) y el CAM, todas incorporadas en labores de seguridad pública.

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Durante algunos de los años en los que Paty ejerció prostitución se dedicó de día a lavar ropa ajena y a las ventas ambulantes durante el día. Son trabajos que realizan hasta el día de hoy muchas de las transexuales. Los riesgos para una trans, tenían que ver con la identidad más que con la actividad.

—Una vez vendiendo por el parque Hula Hula (en el centro de San Salvador) había un hombre que siempre que me veía me insultaba, todos los días igual, y entonces en una de esas lo insulté también. Y no va que de repente me gritan “cuidado” y vuelvo a ver y era el hombre con una navaja. Me hirió el brazo derecho. Con un manojo de ganchos le empiezo a pegar y se fue. Me gritaba: “Culero maldito, por qué venís a vender acá”.

Su amiga también era de reaccionar. Una tarde, un tipo les grito en la calle. La amiga reaccionó y el tipo sacó un arma y disparó. Ella salió ilesa y su amiga terminó herida pero sin secuelas graves. No fue la única vez que Paty vio un arma apuntándole:

—Mire en 1994 yo andaba trabajando en la noche, ya después un hombre me dijo que mi iba a llevar al Puerto, a la playa. Le dije que no, pero no le importó y aceleró. Yo iba dispuesta a tirarme, pero de la nada él se parqueó en uno de eso cafetales. Porque en esa época no es nada comparado a ahora, lleno de casas o locales. Estando allí sacó una pistola, yo afligida, pero yo le agarré la mano con mis dos manos, el hombre disparó adentro del carro y forcejeamos y le quité la pistola, yo ahí lo pude haber matado, pero no lo hice. Intenté salir, pero no podía abrir, entonces quebré la ventana del carro y tiré la pistola, cayó en la cuneta que estaba cerca, por suerte. Salí corriendo, deje mi cartera, mis tacones, todo, me salté un cerco, toda una ranger yo, no sé cuánto corrí, ni en qué dirección agarré, lo importante es que me salvé. Me ubiqué para dónde debía irme hasta que empezó a salir el sol. Imagine mis fachas ese día.

Fue ese año, 1994, cuando Paty se acercó a otras mujeres y grupos LGBTI.

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Encuentros y desencuentros han marcado la historia de los movimientos sociales LGBTI en El Salvador, que si bien surgieron legalmente en los ‘90, una década antes, durante el conflicto armado que duró doce años, ya daban sus primeros pasos y se reunían en la clandestinidad.

William Hernández, un hombre gay y reconocido activista por los derechos LGBTI, dice que a inicios de los noventa en El Salvador no había ninguna organización en términos reivindicativos para la comunidad, pero sí existían bares y centros nocturnos donde muchos se reunían. Uno de los puntos de encuentro era una discoteca llamada Oráculos.

En los ‘80 Oráculos vio pasar a miles de gay, lesbianas y transexuales. Eran años en los que la comunidad LGBTI era señalada como portadora exclusiva del VIH. Entonces no había organizaciones que apoyara a la comunidad para la atención o prevención de la enfermedad.

En 1992 que se crea Fundasida con el objetivo de dar apoyo a personas con virus. Esta entidad dio paso a que grupos de hombres gay y mujeres transexuales se reunieran en sus instalaciones y se creara ENTRE AMIGOS, primera entidad formal que velaba por la comunidad. Francisco Carrillo fue uno de los fundadores y William Hernández estaba en ese grupo. Un año después sufre los primeros atentados, por parte de grupos paramilitares. El grupo, que nucleaba a más de 80 personas, se desintegró.

Entre 1992 y 1994, según cuenta la socióloga Silvia Matus, también se formó la Colectiva Lésbica de la Media Luna, una red clandestina conformada por un grupo de mujeres lesbianas, bisexuales y lesbianas políticas -mujeres heterosexuales que respetan y apoyan a las mujeres lesbianas.

En 1994 William retoma el proyecto Entre Amigos con otros objetivos: no solo la atención y prevención del VIH, sino todos los derechos humanos de las personas gay, La entidad tuvo permisos para operar en 2009, después de siete intentos de ser legalizados.

Al poco tiempo nace “El nombre de la Rosa”, una organización que peleaba por los derechos de las mujeres transexuales de El Salvador. Como no conseguían resolver el papeleo, y por sugerencia de abogados, cambiaron de nombre y sus objetivos no eran tan explícitos. Así nació ASPIDH.

Mónica Hernández, actual directora de ASPIDH, recuerda cómo Paty convocaba a sus compañeras a las reuniones que se hacían en un pequeño apartamento de otra mujer trans. La organización fue creciendo y cada miembro pagaba una cuota para mantener la operatividad del grupo.

—Muchas de las que eran parte del grupo eran trabajadoras sexuales, por lo que se puede decir que ese trabajo mantuvo durante muchos años a ASPIDH, ese dinero sirvió para que muchas conocieran como cuidarse del VIH, como protegerse de las agresiones y para que conocieran sobre sus derechos como seres humanos —dice Hernández, también ella una mujer trans.

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Fortalecida por la creación de distintas organizaciones, la comunidad LGBTI salvadoreña realiza la primera marcha del Orgullo Gay en junio de 1997. Asistieron unas 200 personas, entre ellas, Paty.

—Creo que fue ahí en la marcha cuando El Salvador supo que había un movimiento establecido, muchos de los que anduvimos ahí sufrimos después las consecuencias, pero el primer paso para que nos conocieran estaba dado. Me acuerdo que varios se escandalizaron al verme en televisión. Días después de la marcha, un grupo de hombres intentó subir a Paty por la fuerza a un automóvil. Le rompieron una costilla pero pudo escapar. A Karla Avelar, de Comcavis Trans, le dispararon 14 balazos. Sobrevivió. Según Avelar, después de cada marcha, aumenta la violencia contra la comunidad LGBTI. En 1998 la historia se repitió durante el mes en que se organizó la marcha: 11 mujeres trans fueron asesinadas. En 2009 fueron 14, en su mayoría trans. Y en 2014, fueron 16 muertes.

—Yo tuve que vestir y maquillar a muertas —dice Paty—. Mónica también lo ha hecho. Hemos vestido a amigas porque murieron de SIDA o porque fueron asesinadas. Y yo no recogí a una o tres, en mi vida he recogido un montón de gente, perdí la cuenta, he tenido que reconocer a amigas en las morgues, en los predios baldíos, he perdido la cuenta de cuántos cuerpos desnudos, mutilados, asesinados he visto.

En los últimos 10 años, según la PDDH, la tasa de crímenes por odio aumentó hasta un 400%. En muchos de estos casos, los cuerpos de las víctimas revelaron signos de tortura: desmembramiento, apuñalamientos, palizas y disparos múltiples. En lo que va de 2016 las organizaciones reportan el asesinato de 12 miembros LGBTI.

En El Salvador hasta 2014 no se reconocía en la legislación los crímenes de odio en contra de la comunidad. Por la militancia de las organizaciones se logró modificar el código penal para aumentar las penas para los responsables de estos homicidios.

Hasta la fecha, según la PDDH no existe ningún caso registrado en el que a través de una investigación el culpable haya sido condenado. Tampoco hay registros de un caso de condena hasta antes de la reforma legal.



Para Mónica Hernández, de ASPIDH, la ley está solo en el papel:

—La intolerancia es la causa número uno por la que nos agreden, nos matan y como nadie hace nada en contra del agresor, hay paso libre para que continúen.

Las reformas fueron a los artículos 129 y 155 del Código Penal, aprobadas por la Asamblea Legislativa en septiembre de 2015. Ahora, las personas que maten o amenacen a otra por razones étnicas, religiosas, políticas y por orientación sexual enfrentarán hasta 60 años de cárcel.

Según las organizaciones, desde 1996 hasta la fecha más de 500 miembros de la comunidad LGBTI han sido asesinados.

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Convertida en una líder de la comunidad trans, Paty fue un blanco de amenazas e intento de agresiones. Según Paty, ninguna de las denuncias que hizo fue atendida con seriedad. Nunca hubo medida de protección. En enero de 2014, Paty envió un escrito a la PDDH:

“En relación a mi caso denunciamos y comunicamos que en 2009, tuvimos amenazas a muerte y la Fiscalía no hizo nada. Pero después de cuatro años y agotar todas las instancias me citaron y delegaron a una fiscal. Llegamos al citatorio el 7 de diciembre de 2013 y la fiscal no nos atendió porque dijo que tenía otro caso más importante; por lo cual nos levantó la declaración otro abogado por ellas. Y ha pasado un mes y nuestras vidas corren peligro en El Salvador. Exigimos justicia y verdad”.

Detrás de esa pequeña nota hubo muchas más denuncias interpuestas ante la FGR y la PNC por parte de Paty. Ahora ella asegura que la falta de respaldo de las autoridades para proteger su vida y la de su pareja, Giovanni Cruz, fue lo que les llevó a buscar un nuevo país para vivir. En 2014, Giovanni se fue primero a Estados Unidos. Paty le siguió meses después.

—Yo no me quedé por ganga, me quedé porque quería de una vez por todas ser yo, quería hacer cosas por mí, porque por querer que sobreviviera un movimiento en El Salvador tuve que cortarme el pelo, negarme mis cambios, negar lo que yo soy. Acá es difícil, pero algo estoy logrando. Pero de verdad quisiera que todo cambiara para que irse del país no sea la opción de nadie.

En este país, el más pequeño de Centroamérica, la migración no es solo cosa de LGBTI: la violencia aumenta la migración. Lo dijo el el exviceministro de salvadoreños en el Exterior, Juan José García: “La violencia se está transformando en un instrumento de expulsión de población y está desplazando a factores tradicionales como la reunificación familiar”. El Salvador registra un promedio de 12 homicidios diarios.

Los problemas de migración son históricos. Según El Instituto de Políticas Migratorias, el mayor flujo de salvadoreños de todos los tiempos llegó a Estados Unidos entre 1975 y 1989. Al principio se trataba de jóvenes de entre 17 y 25 años, de origen urbano, que entraron a Estados Unidos sin documentos. Era una oleada migratoria formada por maestros, estudiantes y empleados que huían de la violencia política que había iniciado con la masacre del 30 de julio de 1975, en San Salvador, cinco años antes de que empezara la guerra.

Cuando la guerra se trasladó a las montañas, más salvadoreños de zonas rurales migraron hacia Estados Unidos. Solo en 1982, se reporta que 129.000 personas salieron del país. Muchos fueron a a países vecinos, pero el grueso del grupo llegó hasta el norte. Más de 334.000 salvadoreños llegaron a suelo estadounidense entre 1985 y 1990.

Un informe de la Dirección General de Migración y Extranjería señala que durante 2015, Estados Unidos deportó 21.752 salvadoreños. En la actualidad. en ese país viven 2.5 millones de salvadoreños (sobre un total de tres millones de residentes en el extranjero). En 2014 enviaron 4.217 millones de dólares en remesas familiares, equivalentes a 16.5% del PIB del país.

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Paty llegó en agosto de 2014 a Estados Unidos con un grupo de 8 personas de la comunidad LGBTI salvadoreña quienes participarían por primera vez en los “gay games” que se realizaron en Cleveland, Ohio. Su intención no era quedarse, habían pasado pocos meses después de las elecciones presidenciales en las que Paty, al volante de un microbús, llevaba a las trans a los centro de votación y creía que aún tenía mucho trabajo por hacer en su país; pero estando en Ohio recibió una llamada alertándola para que se quedara, pues su libertad y hasta su vida corría peligro si regresaba a El Salvador.

El miedo por las últimas amenazas recibidas y la falta de respuesta judicial pesaron más y decidió quedarse. Cuando terminaron los juegos se movilizó a Washington D.C., lugar donde hacía meses su pareja se había instalado, también huyendo de las amenazas de las que fue víctima. Tras varios días en la capital estadounidense, Paty buscó asesoría migratoria y cada escrito, cada denuncia que Paty interpuso en El Salvador que no fue respondida a su favor se han convertido en la prueba ante las autoridades estadounidenses para que le otorguen a ella y a su esposo el asilo de protección para personas de grupos vulnerables o perseguidos políticos; el trámite aún está en curso, obtendrán una respuesta en noviembre de este año. Por ahora a ambos les han otorgado un permiso de trabajo temporal que les permite acceder a todos los beneficios de una persona legalizada en Estados Unidos. A los pocos meses de estar en Washington, Paty encontró trabajo como servicio de limpieza. Después de un tiempo encontró lugar en Casa Ruby, una entidad que se dedica a brindar asistencia social a personas de la Comunidad LGBTI. Ella se encarga de dar asesorías a migrantes de la comunidad latina. Ha logrado, junto a Ruby Corado, la directora, hacer una alianza con ASPIDH, la fundación que Paty creó en El Salvador, asistiendo a las trans que buscan alguna clase de protección o ayuda. Paty logró el cambio legal de nombre: de Edwin Alberto Hernández a Paty Hernández. El 11 de septiembre de 2014 contrajo matrimonio con Giovanni. En El Salvador aún no está permitido el matrimonio entre personas del mismo sexo. Tampoco existe una Ley de Identidad que permita que transexuales se cambien el nombre según su expresión de género. En 2015 logró traerse a sus tres perros: Kendra, Scoobie y Kitty.

El 1 de octubre de ese año atacaron a Giovanni. A una cuadra de su casa, dos hombres le pegaron puñaladas en el abdomen y lo cortaron el rostro. Dos policías le avisaron a Paty que su esposo estaba en el hospital.

—Eso me lo esperaba allá, no de acá.

La recuperación fue larga: Giovanni sobrevivió.

A Paty ni las palabras, los abusos, las traiciones o amenazas, ni las puertas que se le cerraron por ser transexual han logrado quitarle las ganas de vivir y de luchar por los derechos de la comunidad LGBTI en El Salvador. Se quedó con sueños rotos, pero afirma que está construyendo otros. Ella espera retomar pronto uno de sus objetivos: estudiar abogacía, una carrera que había comenzado a estudiar en El Salvador, antes de huir. Dice que quiere regresar convertida en abogada para darle asesoría legal a las trans.