En el valle de Cumbayá, a 16 kilómetros de la capital ecuatoriana, las nuevas urbanizaciones cerradas sedujeron a las clases acomodadas quiteñas. Muros de cuatro metros y alambradas eléctricas separan a patrones de empleados, que habitan en las quebradas y pendientes. La vida cotidiana en una zona con una larga historia de explotadores y explotados.
AUTORA:Soraya Constante FOTO:Edu León.


I
En el pasado de Cumbayá, uno de los valles al oriente de Quito, separado por 16 kilómetros de la ciudad, hay una historia repetida de explotadores y explotados. Los incas fueron los primeros que ocuparon el valle y llevaron a indígenas de distintos pueblos dominados para que los sirvan. Luego llegaron los españoles: sometieron a los “indios naturales” que encontraron y hasta les dieron nombres cristianos: María, Juana, Juan, Manuel; así se lee en los libros de bautismos, matrimonios y defunciones que guarda la iglesia de Cumbayá, con registros del siglo XVII. Por último: los hacendados y caciques de la época republicana mandaron en la zona y dieron el mismo trato a esa población servil y trabajadora que generación tras generación fue pasando de las manos de uno o otro patrón. En algunas fotografías de archivos privados, como las que ha recopilado el actual presidente de la parroquia de Cumbayá, Gustavo Valdez, aparece ese numeroso pueblo llano ya en el siglo XX. Se ven muchas mujeres que llevan chales oscuros y el pelo recogido en trenzas largas que caen por los costados de su cabeza. También hay hombres con sombreros y los brazos como en posición de firmes. Ninguno de ellos sonríe para el retratista. Las únicas personas que se muestran sueltas son las que parecen mandar. Una de ellas lleva un vestido claro, un peinado abombado a lo Jaqueline Kennedy y sonríe.

Josefina

Josefina Valdez vivió ese pasado de dominación en Cumbayá. Nació, creció y sirvió en la hacienda Santa Inés, donde conoció a su esposo y tuvo a sus diez hijos. La mujer, que tiene 80 años y todavía recoge su pelo en trenzas, prepara la cena y recuerda que todo lo que ha metido a la olla antes se daba en su terreno, pero ahora debe comprarlo y el único ingreso de la casa son los 366 dólares —el sueldo básico en Ecuador— que gana su también octogenario marido por hacer de jardinero, carpintero, plomero y lo que haga falta en una casa de posibles del sector.

El presente de Josefina transcurre en el barrio Santa Inés, que heredó el nombre de la hacienda. La barriada fue fundada por los antiguos peones que tras la reforma agraria hecha a finales de los años ‘60 recibieron unas hectáreas de poco valor agrícola, ubicadas en una pendiente donde no era fácil cultivar, pero lo hicieron hasta llegaron sus vecinos, la urbanización acelerada del valle, y todo cambió. El primer cambio fue perder el agua de riego porque las vertientes de agua como desagüe de sus aguas negras. Luego les prohibieron tener animales porque ya eran parte de la ciudad y no del campo, y hubo argumentos del tipo: el canto de los gallos no deja dormir a los vecinos, las vacas hacen sus necesidades en las calles y las llantas de los coches de los nuevos vecinos se ensucian.

Estos modestos barrios poco a poco quedaron del otro lado de muros de más de cuatro metros de alto, alambradas eléctricas e hileras de árboles que marcaron las fronteras entre pobres y ricos. Junto al barrio Santa Inés se levantó la urbanización La Tizona, nombre de aquella espada del Cid Campeador, aquel caballero castellano que conquistó media Castilla.

Josefina añora su pasado, incluso le hace feliz recordar que la llamaban para espulgar la cabeza de su patrona. Hubo injusticias: su papá ganaba unos pocos sucres —la antigua moneda de Ecuador— por su trabajo en la hacienda y su madre y todas las mujeres de los peones servían por turnos en la casa a cambio de nada. Pero era parte de la mayoría y se sentía arropada, y podía transitar por toda la tierra.

—La vida nuestra fue sembrar, pero dejamos de hacerlo cuando entraron los ricachos, ellos cortaron todo, todo les pareció mal.

Josefina vive acorralada en su terreno de 300 metros. Solo conserva un árbol de guabas y su vaca Julia, que la tiene escondida, y apenas produce un par de litros de leche al día porque no tiene mucho pasto para comer.

—Ahora (el valle) se ve mejor, pero no hay como nosotros hemos tenido, los sembrados, el ganado, la leche, esa era la vida de nosotros. Si hace feo, oiga.

II


Los herederos de las haciendas y su poca vocación agrícola marcaron la historia reciente de Cumbayá. Cuando la hacienda como actividad económica se extinguió, los dueños de la tierra vieron el filón del negocio inmobiliario y desarrollaron los proyectos urbanísticos sedujeron a las clases acomodadas de Quito que habían mejorado su poder adquisitivo tras el boom petrolero y se mudaron al valle. Y Cumbayá pasó de tener 7.000 habitantes a 35.000 en apenas tres décadas. El asfalto también hizo lo suyo, la apertura de la vía Interoceánica, en los albores de los años ’70, terminó con esos tortuosos caminos de herradura que antes se tomaban para llegar a la ciudad.



El 70% de la nueva población vive en urbanizaciones exclusivas e inaccesibles: seguridad privada durante las 24 horas, cámaras de vigilancia, lectores de huellas dactilares en los accesos. Estos vecinos son dueños de emporios, gerentes de grandes empresas, altos funcionarios públicos, deportistas afamados, extranjeros. Sus casas tienen más de 500 metros de construcción y hay quintas con jardines de hasta 3.000 metros valoradas en más de un millón de dólares. La urbanización Jardines de Santa Inés, levantada hace seis años, es uno de los espacios más exclusivos. Tras cruzar el portal de entrada aparecen casas minimalistas y posmodernas de catálogo con enormes mamparas acristaladas. Por normativa no pueden tener más de dos pisos y tampoco cerramiento. Algunas casas están diseñadas por el arquitecto Felipe Londoño y decoradas por Adriana Hoyos. Nombres famosos que usan los adjetivos “sofisticado”, “excepcional”, “estilizado” para promocionar sus productos y servicios.

El constructor permite la visita de periodistas por contados minutos y pide que se haga hincapié en los detalles ecológicos: las lámparas solares que hay en los espacios verdes y las plantas de tratamiento de aguas negras para no contaminar más el río. Lo demás es información útil para la venta: son lotes de 1.300 metros cuadrados. El metro cuadrado supera los 1.000 dólares. Hay 48 casas, pero cabrían unas 100. Todas las casas tienen piscina.

En las calles con adoquines que dibujan siluetas de colores no se ven personas caminando, pasa sí un Audi valorado en más de 100.000 dólares y un todoterreno Ford que no baja de los 50.000 dólares en el mercado ecuatoriano. Ambos vehículos van 30 kilómetros por hora, el límite de velocidad permitido. En un garaje, descansa un Porsche clásico.

Cynthia

Cynthia Wright es presentadora de TV, locutora de radio y miembro de una de las familias con mayor poder económico de Ecuador. Ella es el presente de Cumbayá. Todas las mañanas, la mujer de 41 años y madre de dos niñas, completa una rutina de ejercicios. Se prepara para un triatlón. Mientras desayuna en una terraza al aire libre en un centro comercial cuenta que pasó su niñez en Cumbayá, en la casa de campo de sus padres que poco a poco se convirtió en su residencia permanente. De esa época, los años 80, ella también tiene el recuerdo de que todo era campo y había vacas, caballos, ovejas, y también habla de la fatiga de los caminos de piedra y los largos viajes hasta llegar a su colegio en Quito. Allí vivió siete años y si no hubiera sido por el divorcio de sus padres no habría salido del valle.

Volvió a Cumbayá cuando se convirtió en madre y aunque su matrimonio terminó, ella se quedó en el valle. Alquiló una casa con un amplío jardín, cerca de uno de los clubes más exclusivos, y se quedó allí con sus hijas, sus mascotas y sus dos empleadas. De ellas habla con cariño y hasta le da pena que tengan que viajar más para ir a servirla, pues ambas viven en el sur de la ciudad.

—Yo volví a vivir en Cumbayá por mis hijas, por el aire, por el clima. Y aunque cada vez hay más contaminación y hay más urbanizaciones, aquí todavía tienes arbolitos, tienes urbanizaciones donde no oyes nada, no hay pitos, no hay autos. Eso se valora de acá.

Cynthia dice que sus hijas temen ir a la ciudad y casi no la conocen. Para ellas, Quito es lejísimos.

—Cuando vamos se asustan porque no están acostumbradas al tráfico ni a los pitos. Cuando cruzamos las calles se me cuelgan del brazo, creen que va a estallar una bomba por poco.

No extraña nada de su vida en la ciudad: ella y sus niñas hacen todo en el valle. Hasta sus médicos abrieron consultorios en Cumbayá para estar más cerca de sus clientes. Las niñas asisten a uno de los colegios más exclusivos del país, que está en el valle: el Colegio Menor San Francisco de Quito, fundado en 1995, cuya pensión en el nivel pre-escolar es de 600 dólares mensuales, pero va subiendo y supera los 1.000 dólares en los últimos años del bachillerato.

Vivir en Cumbayá para quien puede permitírselo representa un gasto de unos 5.000 dólares al mes. Eso gasta Cynthia y la cifra no incluye las pensiones de sus hijas, que las paga el exmarido. Sus gastos son: el alquiler, el pago de sus dos empleadas y otros servicios, las salidas a desayunar con sus hijas y a comer con sus amistadas, el combustible, su entretenimiento y el de las pequeñas, las compras que hace, los viajes.

—Vivir en Cumbayá es la aspiración de muchos, como antes era el Quito Tennis, tenías el club Buenavista, y todo mundo quería vivir por allí. Ahora toda la gente de posibilidades normalmente se viene a vivir aquí.

III


Los colegios de la élite quiteña que se asentaron en el valle de Cumbayá también forzaron la mudanza de muchas familias. Aparte del Colegio Menor, en el valle están colegios de tradición como el Alemán y otros alternativos como el Pachamama, que promueve la educación libre. Todos con pensiones sobre los 500 dólares. Un dato a tener en cuenta es que estas pensiones sobrepasan el valor —a julio de 2016— de la canasta vital familiar que es de 494,3 dólares y también el ingreso promedio de un hogar ecuatoriano estimado en 683,2 dólares. También está la Universidad San Francisco de Quito, que tiene un costo por semestre de unos 5.000 dólares anuales, dependiendo de la carrera, y que es otro espacio creado para las clases medias altas y altas.



La recreación también capta el dinero de los nuevos vecinos de Cumbayá. Los clubes privados construidos dentro de las grandes urbanizaciones afloraron en los años noventa. De menos costoso a más está los Arrayanes: membresía de 15.000 dólares anuales y cuenta con campos de golf; el Jacaranda: 20.000 dólares anuales de membresía y el epicentro de los campeonatos de tenis; y el Rancho San Francisco, el más costoso: 25.000 dólares al año.

Y aunque muchos de los que viven en Cumbayá pueda permitirse estos gastos, hay una minoría que no lo hace y sigue sus propias rutas. El balneario municipal Cunuyacu es uno de los sitios de recreación que está a su alcance y la entrada cuesta 2,50 dólares. Esta minoría vive como lo haría en cualquier otro barrio de clase media o baja, se moviliza en los buses que cuestan 25 centavos de dólar, compra el litro de leche diario y en funda que cuesta 80 centavos, y hace una compra de frutas y verduras para dos semanas en un mercado popular por 20 dólares. Si llegan a comer un día fuera de casa, eligen un menú de entre 2 y 3 dólares. No pagan alquiler porque muchos heredaron los terrenos y levantaron sus casas, pero los que lo hacen pagan entre 150 y 300 dólares.

No hay un dato exacto, pero se percibe que las generaciones jóvenes de esta minoría está saliendo a la ciudad y estudiando para salir del encasillamiento en el han estado sus ancestros. Solo unos pocos se quedan para servir a la élite junto con el resto de trabajadores que viene de los barrios del sur de la capital y tarda hasta dos horas en llegar al valle. Alrededor de esta necesidad han proliferado empresas de buses piratas que cobran un dólar por pasajero y conectan Cumbayá con barrios como Chillogallo o Quitumbe que ya es el punto más extremo al sur de la urbe a través del anillo vial que rodea Quito. También está una empresa de microbuses, con no más de una década, al servicio de los empleados de las urbanizaciones. Estos buses pequeños salen desde el centro de Cumbayá y por 25 centavos de dólar llevan a las empleadas domésticas, a los jardineros y a los hacedores de tantos oficios manuales que los ricos demandan. Los turnos más llenos son a primera hora de la mañana y a última de la tarde cuando la jornada laboral termina. En el recorrido Cumbayá-Santa Inés-Pillagua viajan sobre todo mujeres: ropa sencilla, bolsos pequeños y el pelo recogido en moños o colas de caballo. Por la mañana algunas llevan comida en una bolsa, algún pan que compran en el camino, alguna fruta que ya van mordisqueando. Alguna incluso lleva puesto el uniforme: esos vestidos-delantales que curiosamente se exhiben en el supermercado de Cumbayá, junto a los limpiones de cocina y otros artículos de limpieza. Están hechos de tela corriente y brusca y tienen colores pasteles y cuestan entre 23 y 34 dólares. La tercera parte de lo que cuesta una blusa de marca de mejor calidad y más vistosa.

Gloria

Gloria Castillo y su esposo viven en una quinta, junto a sus patrones desde hace 30 años. La pareja, cada uno con más 50 años de edad, fue contratada cuando cada uno tenía veinte y pocos por un matrimonio que buscaba empleados para que les cuidaran la propiedad. La conversación con esta mujer de 52 años transcurre en una casa del Barrio Rojas. Es parte de su patrimonio familiar, pero no la ocupa porque siempre debe volver a la quinta para dormir.

La humilde barriada fue la parte de la Hacienda Rojas que les tocó a sus peones tras la reforma agraria. Gloria y su esposo compraron el terreno a unos herederos y construyeron su casa poco a poco. La casa tiene varios departamentos, pero la pareja se reservó el más pequeño, allí guardan los muebles que han ido comprando con mucho esfuerzo. En la casa de los patrones no pueden recibir visitas: la única excepción es cuando su hija debe hacer algún deber con una compañera de la universidad.

—Aquí no venimos a dormir ni nada. Venimos a poner agüita a las plantas, venimos un ratito y nos vamos.

Mientras Gloria habla, su esposo riega las plantas.

— Nosotros vivimos allá, con nuestra otra hija que está ya en la universidad. El primero ya se hizo de compromiso y vive con su mujer y su hijo fuera.

Gloria comienza su rutina de trabajo a las nueve. Arranca con la limpieza de dormitorios y baños. Sigue con la cocina y los platos. Después le ayuda a cocinar a la “señora”.

—Eso si no nos dan la comida ni nada. Yo dejó haciendo mi comida por la mañana. Salimos a las 12 a comer y a la una volvemos, y hasta la hora que acabemos. O sea, sin horario.





La pareja sabe de sus vecinos, sabe qué casa han robado y a quién ha secuestrado: pese a la seguridad privada la zona es una de las más apetecidas por los que buscan botines. Conoce muchas de las urbanizaciones por dentro porque su esposo ha sido contratado para hacer labores de jardinería. Camina por los mismos lugares, oye los mismos sonidos, huele los mismos olores, pero no pertenece allí.

—Cada uno está en su sitio y ya todos nos hemos acostumbrado.

Hay momentos del año u ocasiones especiales donde el personal doméstico y sus empleadores, pobres y ricos, parecieran encontrarse. Pero tampoco:

—Cada año se hace la fiesta por San Pedro, los pobres piden ayuda a los ricos para la fiesta y ellos solo dan la ayuda y no asisten. También apoyaron para hacer la pequeña capilla de Santa Inés y allí a veces se juntan, pero por lo general hay dos misas, la mañana van los del barrio y la tarde los más ricos, los de otra categoría. Si hay algunito medio pobrecito por la tarde, pero es más de los pelucones. Nosotros vamos cuando nos invitan. Dios está en el corazón.

IV

Cumbayá es ese territorio de dispares donde a la vuelta de una panadería que vende el pan recién horneado por unos pocos centavos de dólares aparece una tienda de diseño de pasteles que se llama The Cake Shop. Donde una carpintería comparte acera con una tienda cuyo rótulo dice Decodesign. Donde la cantina de toda la vida pasó a llamarse Beer Company Cumbayá. Y donde las comidas no son comidas sino luch y dinner. La cosa del inglés es tan demencial que unos publicistas empezaron a usar la palabra Cumbayork para referirse al valle y pronto muchos se engancharon con la palabra y hasta pegaron pegativas de “I love Cumbayork” en sus vehículos.

Las personas que habitan este territorio saben cuáles son sus espacios y sus rutas y al parecer no hay conflicto siempre y cuando se respeten los límites impuestos por la versión moderna de los patrones de antaño. Pero en verdad hay un conflicto moral. El jefe parroquial tiene claro que gobierna para dos pueblos: los que no precisan de la atención del Estado y los que sí, porque en sus barrios los servicios básicos no funcionan al 100%. El párroco de la iglesia central del pueblo, el padre Emilio Obando, que llegó hace 14 años, también está consciente que hay dos comunidades y hace su juego. Cada primer domingo del mes pide una colaboración a sus fieles adinerados: reúne unos 1.500 dólares y con eso prepara cestas de víveres para 180 familias pobres que van cada quince días a la iglesia para oír misa y recoger su cesta.



—Siempre hemos dicho, no todos los domingos, pero sí es importante decir que todos somos hijos de Dios, todos somos hermanos, esta es la casa de todos. No somos por el hecho de que tengamos ciertas posiciones económicas o sociales más que otros, todos somos iguales delante del Señor. Eso le gusta a la gente, aunque de pronto hay alguna persona que lo rechaza.

Cumbayá: 2.700 hectáreas de tierra fértil que pertenece a la élite quiteña que sonríe como en las fotos de antaño que retrataban a los patrones y a los empleados de brazos caídos. 2.700 hectáreas de tierra fértil donde la minoría pasa los días entendiendo aquello que decía el escritor peruano Ciro Alegría: el mundo es ancho y ajeno. 2.700 hectáreas de tierra fértil donde los ricos poseen las tierras altas y los menos favorecidos las que están en las quebradas y pendientes.